José Antonio Suárez
Ana se aplicó los últimos toques de maquillaje en el párpado izquierdo y se miró
al espejo. Estaba horrible. Tendría que salir a la calle con las gafas de sol,
en aquel día de nubes preñadas que encapotaban el cielo. Iría al supermercado
del otro barrio, donde nadie la conocía, y haría allí la compra. No quería que
volviesen a compadecerse de ella. Otra vez no.
Mientras esperaba el ascensor se encontró con la vecina de su planta, que
enseguida comenzó a interrogarla. La noche anterior había escuchado una fuerte
discusión y estaba preocupada. Había estado a punto de llamar a la policía, pero
bueno, al final no lo hizo. Le preguntó por qué llevaba gafas de sol, pero Ana
sólo quería que el ascensor llegase a la planta baja y marcharse de allí.
—Si lo llevas al juzgado, te dejarán a ti la casa y la custodia de tu hija, y tu
marido se tendrá que marchar fuera —insistía su vecina—. Tengo el teléfono de un
centro que te podrá ayudar. No es ninguna molestia, lo llevo aquí apuntado
—rebuscó en su bolso, pero la puerta del ascensor se había abierto.
Ana murmuró un agradecimiento y salió a la calle, rehuyendo las miradas de otras
vecinas, que la saludaban al pasar y trataban de que se detuviese a hablar con
ellas. Aquello era humillante.
Hizo la compra rápido y regresó a casa. Adrián había dejado un mensaje en el
contestador, avisándole que no iría a comer. Silvia, su hija, se encontraba de
excursión con sus compañeros de instituto y no volvería hasta la noche. Por lo
menos podría respirar un poco de paz.
Telefoneó a Raquel.
—Ayer... volvió a hacerlo —dijo por el auricular, tartamudeando—. No sé qué
hacer.
—¿Quieres venir a mi casa? Aquí hablaremos mejor.
—No... no me apetece volver a salir a la calle. Mi marido no vendrá a comer.
Había pensado que quizá te apeteciese venir.
—Lo haré, cariño. Tranquila, no pasa nada, estaré ahí dentro de una hora.
Raquel fue puntual. Apareció con una botella de vino y pasteles. Ana se abrazó a
ella y hundió la cabeza en sus senos, como un niño que busca cobijo.
—No puedo más —boqueó—. Necesito que me ayudes.
—Te lo he dicho mil veces y no me haces caso —Raquel le besó el párpado morado,
la mejilla, acarició su pelo y meció su cabeza en el regazo, tranquilizándola—.
Tienes que separarte y denunciar a tu marido. No hay un camino intermedio.
—No hasta que Silvia sea mayor de edad. Entonces podrá decidir por sí misma con
quién quiere quedarse.
—Silvia ya tiene diecisiete años, unos meses más no la harán cambiar de opinión.
Sabes perfectamente que se quedará con él. Está enamorada de su padre, Adrián se
las ha arreglado para ponerla en contra tuya. Tu hija siente celos de ti y
deberías aceptarlo.
—Si pudiera llevármela conmigo, sé que esto cambiaría.
—No cambiará, sólo te odiará más. Quiere a su padre para ella sola. Muy bien,
que se lo quede. Es una niñata malcriada que ha vivido demasiadas experiencias y
no conseguirás enderezarla ahora. No mientras siga teniendo a su padre.
—Eso podría cambiar.
Raquel frunció el ceño, inquieta por el tono gélido con que Ana había
pronunciado aquella frase.
—¿A qué te refieres?
—Adrián padece desde hace años cirrosis hepática. Su médico le ha advertido que
si sigue bebiendo, le queda poco tiempo de vida.
—Poco es algo vago. Podrían ser meses, años, quién sabe.
—Ayer noche vino borracho a casa. Intentó violarme, pero me resistí —señaló su
párpado hinchado, como si Raquel no lo hubiese visto aún—. Agarré sus huevos y
se los exprimí como si fueran brevas.
—Bien hecho.
—Salió chillando a la cocina en busca de hielo. No quiero que vuelva a esta
casa; y si lo hace, no quiero que vuelva a salir de ella vivo.
Ana descorchó el vino con gesto decidido, para respaldar sus palabras. Había
preparado pollo relleno y cedió los cubiertos de trinchar a su amante. Confusa,
Raquel clavó el tenedor en la carne, dorada y crujiente, y hundió el cuchillo en
la pechuga para aserrar el espinazo.
—Quiero hacerle pagar por todo lo que me ha hecho —dijo Ana.
—Tienes la ley de tu parte y deseas asesinarle. Por favor, sé racional, te
enviarían a la cárcel y tu oportunidad de rehacer tu vida desaparecería para
siempre.
—He pensado en ello. Hay una forma de matar a Adrián sin dejar pistas.
—Imposible.
—Un ritual.
Su amiga detuvo el movimiento del cuchillo y la miró fijamente. Parte del
relleno de jamón y piñones se esparció por la fuente de porcelana.
—No puedes pedirme eso —dijo.
—Raquel, quiero pasar contigo el resto de mi vida, eres lo más importante para
mí, la única persona en quien confío; si no me ayudas ahora, estoy perdida.
—Dejé los rituales hace un año. Es peligroso y no quiero que me tomen por loca.
—Nadie se enterará. Lo haremos en tu casa. Adrián está condenado de todos modos,
sólo se trata de acelerar un poco los acontecimientos.
—Suponiendo que lo hiciera, lo más seguro es que no funcione. ¿Qué harías
entonces?
—Dejarle. Me separaría de él y me iría contigo.
—Me has dicho eso muchas veces. No veo por qué habría de creerte ahora.
Ana cogió la mano de su amiga, que aún sostenía el tenedor de trinchar.
—Porque hasta ahora no estaba decidida. Odio a Adrián y quiero que muera. Pero
no puedo hacerlo sin tu ayuda.
Dos días después se dieron cita en casa de Raquel. Dentro de una bolsa, Ana
traía un corazón de vaca comprado en la carnicería cercana a su portal. En la
otra mano, envuelto en periódicos, llevaba una camiseta de algodón de Adrián sin
lavar. Su amiga le había advertido que era necesario que fuera una prenda íntima
que conservase algún tipo de fluido corporal de la víctima, para que el ritual
surtiese efecto con mayor rapidez. La camiseta estaba empapada de sudor, su
marido se la había quitado hace un par de horas, al regresar de una de sus
habituales rondas por las tascas, antes de quedarse dormido en la cama.
Raquel la esperaba. Su salón estaba en penumbras y tenía la mesa preparada para
comenzar.
—¿Es fresco? —dijo su amiga, abriendo la bolsa.
—Lo trajeron del matadero esta misma mañana —aseguró Ana—. Lo compré en la
carnicería de mi calle.
—Perfecto, es un detalle importante —sacó el corazón y lo depositó en la mesa—.
Toma —le alcanzó papel y bolígrafo—. Escribe en una hoja el nombre completo de
tu marido.
Ana obedeció. Raquel hizo una incisión en el ventrículo izquierdo y abrió con
cuidado las paredes elásticas, sacando un coágulo oscuro de sangre que
entorpecía su labor. Tomó la nota manuscrita, la introdujo en el ventrículo y
cosió el corte. Luego envolvió el corazón con la camiseta de Adrián, amarrándola
con hilo negro de algodón. Recitó unas oraciones y al cabo de unos minutos
encendió las luces.
—¿Ya está? —dijo Ana, extrañada.
—Falta una cosa. Hay que enterrar esto cerca del lugar donde compraste el
corazón. Cuanto más próximo se encuentre al domicilio de la víctima, mejor.
—No puedo hacerlo. A mí me conocen en el barrio.
—Yo lo haré. Iré de madrugada y lo enterraré bajo un árbol. Con ello finalizará
el ritual.
—De acuerdo. Gracias.
—No me las des aún y recuerda el trato que hicimos. Si tu marido no muere antes
de quince días, tendrás que dejarle.
No fue necesario. Una semana después, su esposo se puso a toser en el salón
mientras fumaba un cigarrillo. Puso la tapicería del sofá perdida de grumos
marrones parecidos a granos de café, que escupía por la boca. La UVI móvil nada
pudo hacer por él y Adrián falleció durante el viaje al hospital.
Su médico de cabecera firmó el certificado de defunción a la vista de la
historia clínica, por lo que no se practicó autopsia. La causa de la muerte era
hematemesis, hemorragia debida a la ruptura de varices esofágicas creadas por su
afición a la bebida. Ana estaba confusa, en su fuero interno no creía que el
hechizo de Raquel pudiera causar ningún efecto, y la verdad es que aún lo seguía
dudando. Podía tratarse de una coincidencia, el médico ya le había advertido que
pronto moriría por la cirrosis, aunque sin dar un plazo concreto. Que hubiera
ocurrido a la semana siguiente de practicar el ritual podía ser una maravillosa
casualidad.
Ana llamó desde el hospital a Raquel para comunicarle lo sucedido. Notó a su
amiga bastante turbada por la noticia, quien le aconsejó que sería mejor que se
dejasen de ver durante unos días, para evitar murmuraciones. No acudió al
entierro, pese a que fue invitada, ni contestó ninguna de las llamadas que Ana
le dejó en su contestador. Existía otra posibilidad que hasta ese momento no
había barajado.
Raquel podía haber causado la muerte de Adrián sin magia alguna.
Era un contrasentido, porque ella misma le aconsejó que el asesinato no era una
opción a considerar, pero quizá con ello lo que pretendía era alejar sospechas.
Raquel siempre insistía en que se fuese a vivir con ella, tal vez su amiga
consideró también quitarse de encima a Adrián sin esperar a que su hígado se
rindiese.
Lamentó que no se hubiese practicado la autopsia al cadáver, eso al menos habría
despejado aquella duda sobre su amante. Pero aunque hubiera sido así, ¿qué
importaba? El objetivo era librarse de Adrián y ya estaba conseguido. Lo demás
eran detalles secundarios; si Raquel no quería hablar de ellos, estaba en su
derecho. Lo más probable era que ni siquiera hubiese enterrado el corazón de
vaca bajo el árbol.
Se hacía la hora de comer. Ana fue a casa de Raquel y la llamó por el interfono,
pero nadie le abrió. Aprovechó la entrada de un vecino para subir al apartamento
y llamar a su puerta. Acercó el oído y se puso a escuchar. No parecía que
hubiese nadie allí dentro.
Deslizó bajo la puerta una nota, para que la llamase en cuanto regresara. Luego
volvió a su domicilio.
Su hija Silvia estaba poniendo la mesa y había puesto a calentar la comida que
su madre dejó preparada en el frigorífico la noche anterior. Al revisar las
llamadas recibidas no figuraba en ninguna el número de Raquel. Aún así, Ana
preguntó si había llamado alguien.
—Tu amiga —respondió Silvia, sirviéndole vino—. Dice que estaba en el aeropuerto
y te verá en unos minutos.
—¿Había salido de viaje? Qué extraño, no me comentó nada.
Silvia se sentó a la mesa, muy tensa.
—Tú y Raquel os lo contáis todo, ¿verdad?
Ana no contestó. Ambas comieron en silencio. El tiempo transcurría y su amiga
seguía sin venir.
—Deja de mirar el reloj —le dijo su hija, levantándose—. Voy a tomar helado.
¿Quieres algo de postre?
—Un poco de fruta.
Silvia asintió y fue a la cocina. Desde la muerte de Adrián su hija no había
vuelto a hablarle. Aquél era el único momento en cuatro días que se aproximaba
mínimamente a una conversación.
Que Ana hubiera preferido no iniciar. Cuando la muchacha regresó de la cocina y
dejó aquella masa de carne putrefacta en la mesa, entendió por qué.
—Sorprendí a tu amiga bollera merodeando por nuestra calle, días antes de que
muriese papá. Era de madrugada, yo venía de la discoteca y vi su coche aparcado.
Me quedé a observar lo que hacía.
Ana sintió que su visión se le nublaba; su hija presentaba un aspecto vidrioso
que basculaba frente a ella como un péndulo. Aquello no podía estar sucediendo.
—Lo planeasteis todo muy bien —continuó Silvia—. No soportabas que mi padre me
desease a mí, y a ti te aborreciese.
—Tu padre era un monstruo —Ana intentó levantarse, pero sus piernas le
flaqueaban—. No nos merecía ni a ti ni a mí. Sólo merecía la muerte que tuvo.
—¿Quién te ha dado permiso para decidir por mí? Yo amaba a Adrián.
—Eso es repugnante, Silvia.
—Lo que habéis hecho vosotras sí es repugnante —señaló los restos del corazón de
vaca—. No me des lecciones de moralidad, por favor.
—Estoy mareada.
—Antes te mentí en una cosa. Raquel no llamó desde el aeropuerto. De hecho, dudo
mucho que esté en disposición de hacerlo desde cualquier otro sitio. Pero el
resto es cierto —alzó la copa de vino que había servido a su madre—. Pronto se
reunirá contigo.
—No lo entiendes, quería librarte... quería librarte de este infierno y
escapar... juntas. Tal vez ahora no lo entiendas, pero lejos de la influencia de
tu padre habría... —la cabeza le daba vueltas—... sido distinto y...
—Mentira. Lo hiciste pensando sólo en ti, y no me sorprende, es lo que siempre
has hecho. ¿Te has parado a pensar cómo me sentía yo cuando te echaste una
novia? ¿Se lo llegaste a preguntar a papá?
—Él ya bebía antes... de que yo conociese a Raquel... no trates de justificar...
Ana se desplomó en el suelo. Apenas podía ver, pero el sentido del oído aún lo
conservaba para seguir escuchando los reproches de su hija.
—Vosotras tramasteis su muerte. Eso sí que no tiene ninguna justificación.
—¿Realmente crees que... —su voz se había transformado en un silbido— ...ese
estúpido ritual tuvo algo que ver?
—No me importa, me basta con saber que deseabais su muerte. Y ahora, mamá, se
equilibra la balanza. Saluda a Raquel de mi parte.
Ana volvió a ver. Se encontraba en un túnel, viajando a gran velocidad hacia una
luz lejana. Víctimas de la falta de oxígeno, sus neuronas curvaban su campo de
percepciones lanzándola a un viaje alucinatorio. Hacía frío allí dentro, una
corriente la arrastraba a la luminosa salida. Quería llegar allí cuanto antes,
quería ver qué había más allá, y si era cierto que Raquel estaba muerta.
Su mundo sensorial se colapsó sobre sí mismo, el túnel se transformó en un cono
y la luz quedó reducida a una cabeza de alfiler, extinguiéndose instantes
después de que una cálida presencia le susurrase al oído lo mucho que la quería.
©José Antonio Suárez
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